Cuento/ Una infaltable criatura en los caminos de la luna llena

EL PÓRA
Realidad y fantasía en este relato tomado de una
leyenda de nuestras campiñas (x)

por: Helio Vera
(Escritor y periodista)

A mis tíos Quiro y Aída, con inextinguible gratitud.


Este demonio es obtinado y ruin. Su antiguo oficio es el de perder a los viajeros y llevarlos a la locura o a la muerte. Insiste en aparecer, con tranquilizadora forma humana, en el recodo de un camino solitario. Siempre de noche. Se presenta muchas veces en forma de mujer, como un confundido viajero a quien urge llegar a un sitio no lejano. Invoca fatigas y distancias y quizás un taimado temor a visiones del más allá. Y ruega, con humildad, que se lo transporte; el argumento es simple pero irresistible, y concluye, casi siempre, por persuadir.

El despoblado, la noche y una alta luna llena se juntan para acentuar lo siniestro de la escena. El desenlace es el mismo, según tradición aceptada, con chata contumacia, por las naciones que cultivan esta monótona creencia. Antes de terminar el trayecto, el otro viajero descubre la atroz naturaleza de su desconocido compañero: mondo y cloqueante esqueleto que lo aturde con una triunfal carcajada. El corolario es la muerte inmediata o la perpetua reclusion en la numerosa soledad de un maniconio.

Con irrefutable congruencia, los testimonios atribuyen esta malévola artimaña al mismísimo Satanás, jefe supremo de los infiernos. Es él mismo y no ninguno de sus subordinados, quien ejercita esta burla sangrienta. Que lo haga en distintos sitios al mismo tiempo no refuta sino confirma su presencia: es la práctica del porfiado don de la ubicuidad, uno de sus trucos profesionales más notorios.

Estamos autorizados a aceptar sin reservas la confiabilidad de este repetido relato; lo robustecen personas imparciales, desdeñosas de la mentira o la exageración. Hay, es cierto, algunas variaciones sugeridas por las costumbres locales contaminadas por superticiones tribales o por las fantasias de oscuras sectas subterráneas, pero no llegan a desdibujar su meollo persistente. La conclusion es que todos estos matices prueban únicamente que el innombrable es un histrión desaforado que se complece en abundar en diferentes y contradictorias caracterizaciones.

Veamos algunos ejemplos. Por Rafael Obligado, lo sabemos diestro guitarrista. Por Bergman y Durero, que no desdeña enfrascarse en una alocada partida de ajedrez. Goethe nos propone un Diablo metafísico, que construye complejas disquisiciones y termina ofreciendo al valetudinario doctor Fausto la devolución de su juventud y el arrebatado amor de Margarita. Relatos rioplatenses, que recorren los calmosos fogones de los troperos, lo ubican mintiendo desaforadamente en una gritada partida de truco al gasto.

La odiosa pericia está registrada, con unánime horror, por casi todos los pueblos de la Tierra. A lo largo de milenios, cada nuevo episodio contribuyó a fijar un libreto único y perdurable. Hay pruebas de ello hasta la saciedad. En 1932, un aséptico arqueólogo inglés rastreó el fastidioso ardid en ciertas tablillas desenterradas cerca de las ruinas de Babilonia. En la misma época, un colega norteamericano registró el quejumbroso testimonio de un sacerdote en un polvoriento jeroglífico pintado en el muro de una tumba egipcia. Un códice turco, muy discutido por cierto, de la época de Solimán el Magnífico, denuncia las perniciosas hazañas de nuestro enemigo en una lejana provincia balcánica.

Según la nacionalidad del relato, cambian algunas palabras, la indumentaria escogida y el medio de locomoción en que se desplaza la víctima. Puede tratarse de un carro tirado por bueyes, una góndola en Venecia, un taxímetro en París, un aeroplano en Berlín, un omnibus de pasajeros en Los Ángeles o de una fatigosa diligencia en el Lejano Oeste. Para el propósito perseguido, el detalle es menor. Lo que importa es el brusco final, con su aparatoso golpe de efecto final y su rotunda teatralidad.

En la version paraguaya nos hallamos ante un demonio reiterativo, adormecido por el estupefaciente de la rutina. Rehúsa refinamientos y sutilezas; no incurre en pompas ni suntuosidades. Una secreta consigna lo condena a una torva especialización: aparecer, de noche, en un camino solitario. Certificaré una de estas apariciones, con escrupulosa probidad de notario.

El episodio que relatamos aquí es conservado lealmente por la perseverante tradición guaireña. Debo advertir que no es el único caso en el Paraguay, ni asusta por la aparatoso; en el país hay muchas otras constancias indubitables de la triquiñuela infernal. Sobre todo, en ciertas picadas -poco más que desoladas sendas abiertas en la selva- en las que abundan cruces desvencijadas y anónimas sobre las cuales flamean, lánguidamente, desflecados paños blancos.

Este relato transcurre en un lugar impreciso que lleva del Guairá al Caaguazú, en las primeras décadas del siglo, probablemente después de la guerra civil de 1922-23. Por la picada han pasado sucesivas bandas de montoneros en fuga luego del frustado asalto a Asunción; varios de ellos quedaron para siempre en el fúnebre sendero. A veces, pisándoles los talones, detrás de los que huían entraban también tenaces partidas de soldados del Gobierno.

El protagonista, en nuestro caso, es un tal Santos Corvalán. Alto y correoso, unos gruesos bigotes agregan a su cara un ostentoso rictus pendenciero. Jinete de los mejores, arrastra una orgullosa fama de bravo. Su hablar sentencioso es rubricado por una deliberada lentitud y un registro de bajo profundo. Gasta botas lustrosas, arreamen abusivo en argollas de plata y un recado de brilloso chapeado.

En la cintura abulta un revólver Smith & Wesson calibre 38, marca a la derecha. Entibiado por la faja, un largo cuchillo de punta y filo labiorosamente conservados, sólo puede abandonar la vaina para un combate de buena ley y no debe volver sin sangre. Su esgrima exige estocadas largas y viboreantes dirigidas al estómago, de abajo hacia arriba. Y allí, lujo de virtuosos, zigzaguear en la carne blanda, para asegurar al enemigo una agonía espantosa.

Le atribuyen tres aguai que comprometen su decoro y lo empujan a cuidar sus palabras y gestos. Cada uno de ellos corresponde a una muerte en duelo, cara a cara, con armas iguales. Un aguai cuenta una muerte pero también marca una vida, inapelablemente. Tres, tejen un trajinado contubernio con la leyenda. Sistema extraño; pero justo, el de contar los muertos con los cascabeles de la mboichiní, la más letal de las serpientes del Paraguay; ábaco imaginario en el que una mano invisible va llevando una sórdida adición de osamentas. Quien soporta ese fúnebre peso no puede incurrir en vacilaciones, ni siquiera cuando se agitan ante sus ojos los horrores del más allá,


PORA

Corvalán a llegado a Peñatey, una docena de pobres chozas desperdigadas, último sitio habitado antes de entrar a la boca de la picada de Caaguazú. La noche está por caer y la etapa siguiente está recargada de peligros: son siete leguas de camino incierto -apenas perezosa huella de alzaprimas-, frecuentado por obrajeros, mariscadores y macateros; más asiduamente por gente de avería que huye del escenario de un crimen o se dirige hacia donde tendrá que cometerlo. Historias de crímenes, de aparecidos y desaparecidos son repetidas en la región hasta el cansancio, aunque con cobarde cautela, en Mubebo, Kurusupe y Costa Mbocayaty.

Los lugareños advierten a Corvalán de los riesgos que le acecharán más adelante. Es notoria parte del relato universal, y también de la versión que se acepta en el Guairá, el angustiado coro de quienes tratan de detener al atrevido, magnificando quebrantos y desventuras de anteriores incrédulos. Hay sucedidos que estremecen el alma y justifican el copioso apercibimiento: bueyes punteros, que ignoran la urgencia de la picada del boyero y se ponen a mugir atolondradamente sin motivo alguno; voces acariciadoras que llaman tenazmente desde la oscuridad; la sensación glacial que asalta a los jinetes de tener a alguien sin peso que viaja sobre la grupa, a sus espaldas; canturreos perversos, plagados de obscenidades, que flotan sobre los árboles. La creciente noche, más oscura aún dentro del monte, acentúa la gravedad de estos presagios.

Esta noche, presidida por una gorda luna llena, no es para meterse en un camino salpicado de cruces porque, hasta que aparezca el sol, éste permanecerá bajo el dominio de sus espectrales habitantes. Solo la luz matutina los ahuyentará hasta sus recónditas guaridas y postergará el infernal merodeo hasta el siguiente crepúsculo. Es preferable, le dicen voces quejumbrosas a Corvalán, pernoctar en Peñatey y reanudar el viaje con la primera claridad del día siguiente, luego de una conversada vuelta de humeante mate.

Corvalán escucha, cortés y comedido. Pero debe acatar el código que le impone su imagen de corajudo, de tan aplaudidas mentas. Él es un servidor de su propio mito, y ello lo exige cultivar un manojo de maneras arrogantes de las cuales no conviene apearse. Por eso nuestro individuo saluda, cortés, llevándose la mano derecha al ala de su sombrero de paño. Taconea con decisión a su cabalgadura y se mete, al paso firme, en la negra boca del camino. Quienes lo ven perderse de vista se hacen cruces y mascullan una oración.


Pronto la oscuridad es completa. Breves manchones plateados indican que la luna ha comenzado su indolente marcha de caracol. Los árboles se alargan sobre la cabeza, en una bóveda inacabable de sombras y rumores. El monte se multiplica en una sorda cacofonía de murmullos y chillidos, en repentinas catingas que delatan la cercanía de alguna bestia carnicera, en revoloteos caprichosos de altos pájaros invisibles, en ruidos misteriosos de imposible clasificación.

Manotear el revólver, de vez en cuando, le devuelve la turbada tranquilidad. Pero Corvalán sabe que el arma tendrá menos valor que un liviano cascote si llega a toparse con un póra, inquietante guardian de este tipo de parajes. Solo una bala karai, bendecida por un obispo, puede devolver la sombra nefasta hacia su morada eterna. Pero el relato exige que esta precaución haya sido olvidada y que nuestro héroe esté indefenso ante las poderosas fuerzas de ls tinieblas.

El animal sigue al paso, con la rienda floja. De pronto resopla, agitado, y bruscamente disminuye el ritmo; un rebencazo y una imprecación lo obligan a seguir adelante. El jinete ya no puede echarse atrás. Está muy dentro de la negra picada y solo puede espolear a su cabalgadura, que cada vez se muestra más inquieta. De todos modos, sus temores no asumen, hasta ahora, formas mensurables y concretas. El jinete piensa, arrepentido, que debió escuchar los augurios: estaría durmiendo a estas horas bajo una amigable cobija. En cambio, progresa con dificultad y su mano está sudando sobre la culata del revolver.

Dobla un recodo y la ve. Alta y derecha, el largo pelo rubio, color infrecuente en el Paraguay, duplica su encanto. Un rebozo le cubre los hombros que se adivinan blancos y carnosos. Un largo vestido blanco envuelve sus formas, cuyas tiubiezas y redondeces otorgan a la tela codiciados relieves. Parece muy fatigada y al borde de la desesperación. Solloza mansamente, sentada sobre el tronco de un árbol enorme derribado por un rayo.

Ella mira al recién llegado, con desconfianza. El rostro está arrasado por las lágrimas y la angustia abofetea con una mueca nerviosa su serena belleza. La explicación que ofrece es breve y convincente: se ha extraviado, tiene miedo. Barrunta que aborrecibles póras conspiran para enloqucerla. Debe llegar al otro lado de la picada, pero está vencida por el agotamiento; peon aún, su caballo se espantó y no se atreve a buscarlo en el monte: sería una imprudencia que no debe cometer si quiere seguir viva. El cansancio y la incertidumbre la retienen en este sitio, sofocada por la soledad y por los pensamientos más pesimistas.

No hace falta más. El hombre se ofrece, caballaresco; ella sube a la grupa, ágil y leve, y se abraza a su cintura. El caballo reanuda la marcha. Pronto Corvalán nota que la presión de los brazos de la mujer alrededor de su cintura rebasa largamente la fuerza necesaria para mantener el equilibrio. Siente un aliento tibio y perfumado sobre la nuca; los cabellos rubios le azotan suavemente el rostro duro con cada golpe de viento.
Es demasiado para un hombre y de insobornable fama. Un antiguo hormigueo obnubila sus reflejos. Quien la acompaña es joven y hermosa; es seguro que jamás volverá a verla. Quién sabe si no es casada, encadenada por férreos compromisos, encerrada por siete llaves. Quién sabe si no es la mantenida de algún poderoso que la rodeará de una férrea vigilancia. Saber que falta menos de dos leguas para que termine la picada demuele fragorosamente el último resto de duda. Capitula ante la abrumadora tentación.

Descabalga precipitadamente e invita a su acompañante a imitarlo. Al descender a su vez, ella se arroja literalmente a sus brazos. Es ocioso reproducir lo que sigue, por obvio y porque trasciende el objetivo de este relato. Bastará decir que, después de una hora de cabriolas apasionadas en el sitio del amor, el hombre se separa y prorrumpe en un largo suspiro de satisfacción.

La mujer lo mira desde el suelo, que las hojas secas toman blando y acogedor como un lecho de plumas. Lo mide en silencio, los codos clavados en la tierra, la cabeza como sostenida entre las manos. Se dispone a dar el demoledor golpe maestro que la repetición mecánica ha revelado infalible durante siglos, en todos los rincones del planeta.

-Yo soy un póra- le dice- , y es mi misión vigilar esta picada las noches de luna llena. Estaba escrito que debías pasar por aquí y debo llevarte conmigo. Es inútil que te opongas, porque tu destino es acabar aquí mismo. No hay nada que puedas hacer para impedirlo.

La contempla con ojos especulares, despabilado bruscamente por la desagradable novedad; un tenso sudor le recorre el cuerpo. Lo que viene después obedece a oscuras razones que se sobreponen al previsble espanto. Es aquí donde el relato de Peñatey se separa del texto universal y donde su ocasional protagonista adquiere una inesperada originalidad.

Él es Santos Corvalán; tiene tres aguaí y nadie se atreve a faltarle al respeto. Su concepción del destino es simple y clara: no se muere en la víspera. En el exacto momento de nacer alguien diseñó, hasta la última fruslería, el rumbo de su alborotada existencia. La nutrió de ilusiones y fatigas, de pasiones e inconsecuencias, de aversiones y suspicias. La proveyó de actos e indecisiones, de azares y presagios, y dispuso con precisión la índole y el momento minucioso de su extinción.

Lo que está escrito no puede evitarse. Una oración a San La Muerte, eficiente abogado, podrá hacer más corta la agonía y menos dolorosa. Pero nada podrá impedir que, cuando sea la hora señalada, se exhale el último suspiro. En esta instancia, el peor oprobio será la cobardía y no bastarán para disimular las baladronadas, ni pantomimas. Santos Corvalán, fiel a sí mismo, no puede menguar la recia imagen que le devuelve su espejo y que le induce a la temeridad.

Sabe que no puede elegir ni sublevarse. No es blanco del azar ni ha caído en una perversa encerrona fraguada por irritados enemigos; sólo está cumpliendo, con terca puntualidad, su insoslayable sino. Cada uno tiene un sendero que agotar y él está concluyendo el suyo. El convencimiento le penetra definitivamente y la tranquilidad le ilumina el rostro.

Trabajado por estas tremendas verdades siente el retorno de la sangre circulando con fuerza por todas las arterias. Sus sentidos despiertan de nuevo, aguijoneadas por la imagen de la mujer que sigue mirándolo desde el suelo, ahora blandamente recostada en el tronco, con las ropas desarregladas y una larga languidez en la mirada. Sin más, se arroja sobre el blanco cuerpo que, bañado por una lechosa luz lunar, ha comenzado a volverse transparente. Al instalarse sobre la estupefacta aparecida le dice, estremecido por la renacida pasión.

-Entonces aprovechemos la ocasión y hagámoslo de nuevo. A fin de cuentas, ustedes no tienen costumbre de aparecer a menudo.


(x) Del diario ÚLTIMA HORA (El Correo Semanal), 2/3-02-2002 (Asunción, Paraguay).